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Tres testimonios sobre las violencias que enfrentan niñas y jóvenes indígenas

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Al machismo aún presente en sus comunidades, se suman la falta de educación sexual, el acoso de profesores, las trabas para denunciar y el maltrato del personal de salud hacia las jóvenes indígenas que enfrentan la violencia sexual desde la niñez

(Imagen: Wayka)

«A veces por necesidad las chicas tienen que ir a trabajar afuera. Entonces ahí es donde sus patrones o sus jefes se aprovechan de ellas. Muchas veces los padres piensan que nosotras tenemos la culpa», cuenta «Rosa», una joven yanesha de 19 años.

Ella habita en la comunidad nativa Ñagazu, en Pasco, región del centro del Perú. De acuerdo al Reporte Nacional sobre la situación de violencia sexual y embarazo forzado en niñas y jóvenes indígenas del Centro de Culturas Indígenas del Perú (CHIRAPAQ), en 2019 las niñas indígenas de Pasco solo interpusieron denuncias por violencia sexual en 50% de los casos.

En la experiencia de «Rosa», los padres no apoyan a las adolescentes que sufren una violación. Peor aún, las castigan. «Es algo que al escuchar las demás, también da miedo. Piensan que sus padres van a actuar igual», explica. Ese es solo uno de los obstáculos que enfrentan las niñas y jóvenes indígenas para obtener justicia.

El costo de denunciar

Pese a las diferencias que existen entre las comunidades indígenas de nuestro país, todas comparten una constante: trabas para interponer una denuncia formal, más aún en casos de violencia.

«María» tiene 26 años y se identifica como mujer indígena quechua. Nació en el distrito de Cayara, Ayacucho, pero se mudó a Huamanga para estudiar. Ahí, hizo sus prácticas en psicología en un centro al que acudían mujeres de zona rural que habían sufrido violencia. «Terminan abandonando sus demandas porque dicen ‘es muy lejos, gasto pasaje, con quién dejo mis animales’ y dejan el caso», comenta.

Desde Pasco, «Rosa» observa una situación similar. En su comunidad, el primer paso para reportar casos de violencia es reportarlo al jefe y elaborar un acta. Es posible que se sancione al presunto agresor, o que se le perdone. Cuando hay varios antecedentes, el caso pasa a la Defensoría Municipal del Niño, Niña y Asolescente (DEMUNA) o al Centro de Emergencia Mujer (CEM).

«¿Qué pasa si el jefe de la comunidad en vez de apoyarnos solo lo archiva? Ellos piensan que es un gasto, que mejor es no gastar nada. Y las entidades responsables muchas veces no logran aconsejar a las jóvenes qué hacer cuando sucede un caso de violencia sexual», cuenta.

Este año se presentó ante las Naciones Unidas el caso de «Camila«, una niña indígena que quedó embarazada por continuas violaciones de su padre. En lugar de protegerla, una fiscal la acusó de provocarse un aborto y abrió una investigación donde Camila fue revictimizada una y otra vez.

Por situaciones así, la activista indígena Gladis Vila sostiene que no son solo el tiempo y el presupuesto lo que desaniman a las víctimas de denunciar. También es la desconfianza en el sistema judicial. «En muchos casos, finalmente la instancia declara la denuncia improcedente. Entonces, ¿has hecho tanto para qué? Estos ejemplos hacen que nadie más quiera denunciar», explica.

Cuando el agresor está en las aulas

«Pierina» tiene 18 años y es una joven asháninka de la comunidad de Cushiviani, Junín. En el colegio, fue testigo de cómo profesores se acercaban a sus compañeras, hacían comentarios sobre sus cuerpos e incluso las invitaban a sus casas. También a ella le sucedió.

«Me hacía gestos que no me gustaban para nada. Traté de ignorarlo, hasta que una vez me dijo que pasara a su salón, donde no había nadie. Le dije «no profesor, yo no». «¿Te vas a asustar? No te va a pasar nada», me decía. Desde esa fecha, no me quiero acercar. No lo saludo, no me importa que me diga mal educada», señala.

Además de esos incidentes, «Pierina» cuenta que el profesor le envía mensajes por redes sociales. Ella guarda las conversaciones y le contó a su mamá. «Si en algún momento él me baja las notas, yo lo denuncio. Hago mi denuncia por escrito», asegura.

No se trata de un caso aislado. Pero, como consta en el reporte nacional elaborado por CHIRAPAQ, la mayoría de estas situaciones se normaliza y la única alternativa que se le da a las adolescentes es que ignoren o eviten a los profesores.

En 2001, Gladis Vila acompañó la denuncia contra un profesor acusado de violar a 72 niñas en un colegio de Huancavelica. «Muchas mamás me decían: mejor no digamos que mi hija ha sufrido eso, porque quién va a querer casarse con mi hija si ha sido violada?», cuenta. Para ella, lo más decepcionante del caso fue que después de tanto esfuerzo, la única sanción que recibió el docente fue administrativa.

«Lo único que hacen es sacarlo del colegio. Y hemos encontrado docentes que han hecho lo mismo en varias comunidades, son reincidentes, pero eso nadie lo ve», indica Vila. Así, solo algunos casos son sancionados por el Ministerio de Educación y difícilmente llegan a tener una sanción penal.

Educación sexual ausente

Cuando «Pierina» estaba en cuarto de secundaria, una de sus amigas quedó embarazada. En el colegio, los profesores bromeaban sobre los métodos anticonceptivos que podían usar. «Un profesor nos decía Abstenerse chicos, abstenerse. Nada, nada, nada. Ese es el mejor método«, relata.

«María», joven quechua de Ayacucho, estudió en un colegio religioso. Recuerda que ahí el discurso se centraba que como mujeres se tenían que comportar, pero una vez acompañó a una amiga cuando se iba poner una ampolla mensual y aprovechó para hacer preguntas a una obstetra. «La experiencia no fue buena. Te hacen sentir como que por qué tú estás pidiendo esa información siendo tan joven», explica.

Sin una guía, las adolescentes embarazadas también reciben mal trato por parte del personal de salud. «Cuando mi compañera dio a luz, en el hospital le dijeron ¿Ya ves por estar con tus locuras? y le empezaron a hablar así ¿ves? Por andar en esto, haciendo esas cosas, ¡ay los adolescentes! decían», cuenta «Pierina». La joven asháninka conoce casos en los que se discriminaba a personas de su comunidad por hablar en su lengua. Habla bonito que yo no te entiendo, les gritaban».

En casos de violación sexual, las niñas y adolescentes deben recibir el kit de emergencia que contiene la píldora del día siguiente para evitar embarazos no deseados. «En las comunidades es un lujo tener ese acceso. Te hacen demostrar que efectivamente has sido violada, pareciera que quieren un vídeo del momento. Realmente estamos llevando a las niñas y adolescentes a una situación crítica», lamenta Gladis Vila.

En agosto, el Ministerio de Salud aprobó una directiva que precisa la obligación de una atención diferenciada para niñas, adolescentes y mujeres indígenas, además de otros grupos vulnerables. Un avance importante, pero no una solución. «Es una parte pero tiene que caminar junto con la educación», concluye Tarcila Rivera Zea, vicepresidenta de CHIRAPAQ.

Hasta que no cambien esas mentalidades, la salud de las niñas y adolescentes indígenas siguen en riesgo.

Desprotegidas

Entre 2012 y 2020, cada día al menos una niña de 10 a 14 años que vive en zonas rurales se convierte en madre, de acuerdo al reporte de CHIRAPAQ. En ese período, la tasa de crecimiento promedio de la maternidad infantil forzada fue de 78% para niñas rurales. Un contraste alarmante con la tasa para el caso de niñas urbanas: 29%.

La relación de estas cifras con la violencia sexual es innegable, pues las relaciones sexuales con menores de 14 años, se consideran una violación. En 2019, se registraton 573 casos de violencia sexual en niñas indígenas entre 10 y 14 años. Además, 731 casos en jóvenes de 15 a 29.