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NUEVA YORK –  NUEVA YORK

“Nunca hubo nadie como yo. Y no habrá nadie como yo cuando me vaya.” (T. Capote)

El talentoso escritor estadounidense, genuino representante de la cultura pop, Truman Capote, realmente era genial en sus descripciones humanas, se podría hasta decir que rozaba el límite de la perfección estilística. “A sangre fría”, su novela-reportaje mayor, un periplo estelar de la ficción a la no ficción, influyó claramente en artistas y periodistas sobre todo de esa Nueva York de los años 50, aunque no ganó el Premio Pulitzer, esa bizarra Nueva York de aire naufrago que todavía dibuja túnicas de humo rebelde, esa inmensa urbe inmadura que acogió a Capote, “las palabras me han salvado siempre de la tristeza”, a García Lorca allá por los años 29-30, “el más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida”, uno murió de cirrosis hepática, el otro fusilado por la dictadura franquista, ambos abiertamente homosexuales en un tiempo cuando dicha opción significaba ser enfermo o un desviado sexual o para los creyentes conservadores, pacatos e hipócritas, un pecado mortal, a miles de artistas, escritores, poetas, de todas las estirpes, de todas las layas, de todas las vidas dañadas por la vida, todos solitarios, todos cercanos a la muerte, habitantes de un mundo cosmopolita asolado por el subterráneo dolor capitalista, todos seres heridos, extraviados por el misterio negro de una ciudad insomne, incansable, demente, claustrofóbica, donde el día domingo no existe, donde el tiempo grita abismantes hechizos. Y es Nueva York, la ciudad que alguna vez albergó a miles de socialités, altivas, ficticias, vanas, es la urbe orbe  que cobija aún al Tiffany´s, lugar de ensueño que intenta desanudar las ligaduras de un pasado-presente, un local casi exclusivo el cual a veces, reitero a veces, es posible encontrarse, si la magia de la vida lo permite o si el azar del tiempo nos transporta a un pasado esplendoroso, cara a cara con Audrey Hepburn, esplendente artista, belleza presencial, nupcial, hermosa, pura, como el aleteo leve de un cisne que vuela bulliciosamente sobre la Quinta Avenida, que silencia, suaviza, el hedor cotidiano, terrenal, el olor de millones de roedores que viven en una Nueva York impávida, enferma, en una ciudad ahogada por las tinieblas inmóviles, petrificadas de la pesarosa decadencia humana, una ciudad exótica, confusa, que, a pesar de todo, sigue alojando versos relumbrantes de tantos poetas de culto, recónditos, sigue exponiendo pinturas inéditas de tantos artistas plásticos, malditos, nocturnales, fauna drogadicta, alcohólica, una ciudad gótica, alquímica, donde sus habitantes son capaces de realizar cualquier hecho sorprendente por muy turbio que sea, donde hasta la soledad primigenia de cada neoyorkino se transforma en más soledad, imposible de evadir, donde aún hasta el intelectual pensante es succionado por el vuelo negro de la maraña citadina, donde autores como Walt Whithman, “existo como soy” o Edgar Allan Poe, “la muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo” o Andy Warhol, “en el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”, dejaron una huella cadavérica plasmada en sus hierros dormidos. Nueva York, ciudad donde los fantasmas no existen, Nueva York, la insensible Nueva York, ciudad sin frutos, osario mayor, es la ciudad donde no se puede nacer, es la ciudad donde sólo se puede fallecer.