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LA SOMBRA SOLITARIA DE KONRAD

Gonzalo Moya Cuadra

“Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad, Para mí es la soledad infinita (Albert Camus)

Esta columna está inspirada en una historia real, real como el sonido del silencio, real como el realismo mágico, en una historia terrorífica basada en la vida de Konrad Füchslocher, un hombre quien firmó un pacto con el silencio, un hombre quien lo tuvo todo, un hombre quien al final de su vida alcanzó la excelencia de la racionalidad, un hombre de espíritu superior, egregio, selecto, un hombre quien optó por una vida solitaria, eremita, un hombre-monje quien vivió como un ermitaño cartujo, un hombre quien era el padre del desierto, el dueño del desierto, un hombre quien vivió más de un cuarto de siglo aislado, olvidado, libre, un hombre habitante del desierto puro, el desierto con olor a muerto, a hueso, desierto bañado de espejismos sudorosos que siempre dormirá sobre el silencio, desierto sin hetairas eléctricas, donde el viento muere y revive a cada instante, donde el polvo se mimetiza con el pez pretérito, donde la arena se minimiza como un cadáver milenario. Konrad fue un hombre culto quien vivió su única vida en la frontera de la vida, una vida alejada de la huella olvidada de la vida, sola manera de enfrentar su propia vida, “estoy solo y no hay nadie en el espejo” (Jorge Luis Borges), un hombre habitante del desierto, un hombre quien escribía con talento indiscutido su decálogo mortuorio, el desierto donde habitan “pobres esqueletos sin más epitafio que el inventado por los vientos” (Andrés Sabella), donde no hay amigos, ni enemigos, ni máscaras de amigos, ni enemigos, no hay nadie, nadie que ampare a nadie, ni de día ni de noche, ni siquiera la propia sombra, sombra devorada sin misericordia por los fantasmas del desierto, fantasmas que no duermen, nunca duermen, fantasmas insomnes, fantasmas que son fantasmas, fantasmas que no se tienen a sí mismos, (la ermita de Konrad olía a eternidad ), fantasmas que recordaban de memoria el mar espacial del principio. Konrad se alimentaba de hambre, Konrad era un hombre sabio, Konrad no tenía antecedentes psiquiátricos que atentaran en contra de su equilibrio emocional, Konrad se aisló voluntariamente del mundo porque el mundo se alejó de él, mundo irremediablemente perdido que se dirige hacia un abismo tenebroso, porque Konrad quiso reencontrarse con su propia naturaleza, porque Konrad dedicó su vida a pensar, “la soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes (Arthur Schopenhauer), porque Konrad pensaba, no deducía, porque Konrad era un ermitaño consciente, porque Konrad no le temía a la muerte, porque Konrad murió lúcido como los cuervos convertidos en gotas de silencio, porque Konrad plantó con manos enardecidas el desierto florecido, porque Konrad conoció en la soledad del desierto a una bella mujer, bella alma petrificada, una mujer quien bailaba y bailaba incansable con la arena y el sol, mujer bailarina, prodigiosa, clásica, mujer enceguecida por los colores que lanzaba la estrella eterna del silencio, una mujer que aún existe, una mujer que estremeció el silencio de Konrad, el sueño de todos sus sueños.