La ONU exige a los jefes rebeldes que tomen medidas para detener los actos de venganza – Hallados 80 cadáveres en un hospital de la zona leal a Gadafi
Seguramente ha ocurrido desde que en febrero comenzó la guerra en Libia. Las denuncias de asesinatos y aberrantes torturas han sido moneda común. Los agresores, principalmente, han sido las tropas de Muamar el Gadafi, más acostumbradas a estos desafueros. Pero los rebeldes -el presidente del Consejo Nacional (CNT), Mustafá Abdel Yalil, amenazó días atrás con dimitir si no se frenaban estos crímenes- tampoco tienen las manos limpias. En esta fase decisiva del conflicto, las pruebas de ejecuciones sumarísimas abundan.
Cadáveres maniatados con tiros en la cabeza han sido hallados en varios distritos de Trípoli. Algunos eran mercenarios o soldados gadafistas; los más, milicianos opuestos al régimen. Naciones Unidas ha salido a la palestra, consciente de que los excesos se multiplican. «Apremiamos a todos aquellos que ostenten posiciones de autoridad en Libia, incluidos los comandantes, a adoptar medidas para asegurar que no se cometan crímenes o actos de venganza», aseguró ayer Rupert Colville, portavoz de la ONU.
No parece que muchos rebeldes ni soldados leales al tirano sean receptivos a esta petición, y menos ahora que los rebeldes pretenden acelerar su ofensiva para apresar a Gadafi y que los fieles al dictador luchan por su supervivencia. Un enviado de la BBC visitó el viernes un hospital en el que se habían entregado 17 cadáveres de insurrectos. Fueron asesinados mientras los sublevados tomaban Trípoli a comienzos de esta semana. Los médicos aseguraban que la mitad de ellos habían recibido balazos en la nuca, y que sus extremidades y manos estaban desfiguradas. Antes habían sido salvajemente torturados. Pero también se han visto cuerpos de soldados del régimen con tiros en la sien y maniatados en medio de una rotonda tripolitana. Parece que los sublevados no se preocupan demasiado por retirar las pruebas de unos actos que Naciones Unidas considera crímenes de guerra.
También se han encontrado 80 cadáveres, entre ellos el de un niño, en un hospital abandonado junto a un búnker próximo a Bab el Azizia, el fortín de Gadafi en Trípoli. Se ignora su identidad. Treinta personas habían sobrevivido al abandono. Resulta imposible aventurar en el caos que vive el país árabe cuántas personas han sido víctimas de estos crímenes. En Libia no se proporcionan cifras. Y cuando se hace, muy a menudo no son verosímiles.
Gadafi ya es perseguido por el Tribunal Penal Internacional, y las acusaciones adicionales que emerjan poco cambiarán su situación legal. Para el Consejo Nacional de Transición, que está trasladándose a Trípoli estos días y que promete instaurar un sistema político similar a los modelos democráticos europeos, estas imputaciones suponen una severa mancha en su expediente.
Propinar palizas significa bien poco para un buen puñado de rebeldes. No les importa ser vistos. Porque el miércoles lo hacían incluso enfrente de la escuela del barrio de Goryi, que estaba repleto de periodistas. Algunos detenidos por los rebeldes son recibidos a golpes según descienden de los vehículos en que son llevados a los cuarteles improvisados en cualquier dependencia oficial. Cierto es que suelen ser los más jóvenes los que se lanzan con furia contra los temerosos detenidos -su rostro lo dice todo-, y que son los adultos los que frenan la agresión.
Están muy lejos de comprender lo que significa realmente el trato adecuado a los reclusos. En abril, en Bengasi, este enviado fue invitado por un oficial rebelde a comprobar la identidad de ocho reos. Todos ellos africanos. El militar, que quería demostrar que el dictador emplea mercenarios, aseguró: «Aquí no somos como Gadafi. Nuestros detenidos disponen de abogado». Y, en efecto, un hombre se acercó y, en perfecto inglés, explicó las garantías de que gozaban los arrestados. Al poco de retirarse el letrado a su despacho, el uniformado mostraba las tarjetas de identidad de los capturados. «Mira, este es de Níger», decía mientras soltaba un tortazo al joven en la cara. «Este es de Malí», y le arreaba una patada. «Este también es de Malí», y le atizaba un capón.
Los derechos humanos no son siempre fáciles de asimilar, y menos en una sociedad tan embrutecida por 42 años de dictadura. Ayer seguía combatiéndose en la zona del aeropuerto, atacado por los soldados gadafistas, y en varios barrios de Trípoli. Al Yazira informaba de que en el barrio de Abu Salim -donde ayer los milicianos cantaron victoria definitiva, lo que tampoco significa demasiado- los rebeldes detuvieron a cientos de personas en una redada masiva e indiscriminada, seguramente porque siguen pensando que en ese lugar misérrimo puede esconderse el hombre al que buscan. Los sacaban casa por casa, precisamente cuando el Consejo Nacional está instalándose en la capital y persiguiendo su lugar en Naciones Unidas. Creen que en ese barrio, donde el tirano goza de cierto apoyo, puede esconderse Gadafi.
Cortesía: El País