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Crisis boliviana: los indígenas resisten y renuncia otro ministro

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pesar de que Evo Morales frenó la construcción de la ruta que provocó la protesta, la tensión no cedió. Por la represión del domingo, ayer renunció el ministro del Interior y su vice. Hoy hay un paro general. Los aborígenes marcharán a La Paz.

La avioneta a hélice salió de entre las nubes y comenzó a bajar. Una interminable selva con todas las matices de verdes no dejaba ver la pista. Faltaban pocos metros para tocar el suelo y no se la divisaba. Hasta que de repente, apareció el corredor gris, las ruedas rebotaron con el asfalto y se sintió el sacudón del freno. “Acá estamos. Esto es Rurrenabaque”, dijo el piloto frente al parador de madera y material que hace de aeropuerto. Exactamente en ese lugar, el lunes decenas de pobladores se enfrentaron a los palazos y los gases de la Policía y lograron liberar a cerca de 300 indígenas que iban a ser trasladados por aire luego de la feroz represión en Yucumo. En estos días, Rurrenabaque no parece el destino turístico que suele ser sino el refugio de golpeados marchistas que descansan, se reagrupan y buscan a sus desaparecidos, antes de volver a marchar hacia La Paz para mostrar su rechazo a una ruta que el gobierno de Evo Morales prometió construir por la reserva natural Isidoro Secure (Tipnis). La represión del domingo a la protesta – iniciada el 15 de agosto– causó una grave crisis en Bolivia: ya renunció la ministra de Defensa; Morales anunció la paralización de la obra cuestionada y ayer se fue el ministro del Interior, Sacha Llorenti, y su vice.

Conjuró anoche una crisis ministerial con Wilfredo Chávez y Rubén Saavedra en Gobierno (Interior) y de Defensa.

Pero hoy afrontará un paro general mientras los indígenas prometen resistir y llegar a La Paz.

Anoche, ante un televisor de 20 pulgadas, unos 200 indígenas celebraron la renuncia de Llorenti con aplausos y abrazos. Pero, un grupo de los más duros reclamó: “No festejemos, todavía falta Evo” .

Los indígenas recuerdan la represión del domingo. “Los hermanos de aquí nos mostraron todo su valor. Aparecieron desde las plantas y rodearon los autobuses de la Policía. Ya estábamos resignados, sin energía para seguir peleando, muy golpeados. Los oficiales les tiraron gases, pero ellos les hicieron frente y así nos abrieron las puertas de los ‘comandos’ y pudimos escapar”, dice Miguel Arispe, sentado en la puerta de una parroquia a medio terminar en la cual los indígenas pasan estos días. Su tez es oscura pero el sol de las largas caminatas la puso más intensa. Tiene un bigote ralo y dos dientes con marco de oro. Lleva un arco y sus flechas al lado (“por si quieren volver”, justifica). Y mientras habla, con un par de señas, se encarga de organizar la repartija de la comida. Hoy tocó pollo, con arroz y maíz. “Lo mismo que ayer”, se ríe Miguel. Dentro de la parroquia cerca de cincuenta -chicos, grandes, viejos y más viejos- miran tevé. Cuando aparece uno de sus dirigentes, Fernando Vargas, todos hacen silencio y, con el final de sus palabras, estallan los aplausos. Al lado de la tele está la cocina: se ven tres ollas grandes con lo poco que va quedando. Una nena con cara seria aparece detrás de las piernas de Mary, la cocinera. Mary es madre, cocinera e indigenista. Le dice a Nancy, con cuatro años y dos trencitas, que la deje servir. “Está triste porque se había encariñado con los pollos”, devela Mary.

Unos pasos más lejos rodeados de las carpas iglú se acomodaron Ricardo y Yuni, su esposa, dos viejos dirigentes de otra época que con más de 80 años llegaron hasta acá después de caminar 275 kilómetros en 42 días. “Estamos dolidos por lo que pasó pero más dolidos porque el presidente, en quien confiamos y a quien apoyamos para que llegara al poder, fue quien dio las órdenes”, resopla Yuni y su marido hace silencio.

Luis Vera renguea por el pasillo. Está en cueros y en pata y lo viste un pantalón de gimnasia arremangado. Tendrá 60 años, la cara veteada. Un bigote más importante y un pelo todavía negro. En el ojo izquierdo lleva un parche de gasa. Sigue de largo y lo llaman para que cuente. Pregunta algo en alguna lengua indígena a sus compañeros y habla despacio en castellano. “Nos dijeron (por los policías) que en media hora iban a volver y nos iban a informar algo. Nos tenían rodeados sin decirnos ni una palabra. Pero volvieron al minutos con la decisión de pegarnos duro”, explica. “Lo más salvaje se lo hicieron a ellas”, afirma y señala a una mujer embarazada que juega con un bebé en el cuarto que hay detrás. “A las que no se dejaban atrapar, las arrastraron y les pegaron palazos. Muchas perdieron sus niños entre los gases. Nos cazaron a todos”.

En la puerta se reunieron los hombres. Están alertas y esperan que los dirigentes vuelvan de San Borja para ver cuáles son las noticias. Desde allá y por teléfono, uno de los principales líderes indígenas, Rafael Quispe habla con Clarín. “Estamos buscando a nuestra gente. ¿Que qué vamos a hacer? Joven, un indígena no falta a su promesa.

Nosotros vamos a llegar a La Paz sin ninguna duda”. Ahora, Laureano agarra una flecha y acaricia la punta de metal. Busca la sombra para mitigar los treinta y largos grados que hay. Detrás de él está la enorme montaña verde que rodea la ciudad. Postal de la Amazonia boliviana. A pesar del calor, no suda una sola gota.

“Ya nos cansamos del pacifismo, perdimos la paciencia. De ahora en más, ante una agresión la devolveremos de una manera violenta. Que no nos digan que los de verde (por los policías) nos estaban protegiendo de los cocaleros. No necesitamos que nadie nos proteja”, advirtió.

Un hombre se acerca y Laureano se para. Se abrazan. El recién llegado estaba perdido. Dice que se escapó y corrió entre la selva. Se pone al borde del llanto cuando dice que vio caer al hijo de una mujer en un foso. También asegura que hubo varios muertos. Le traen un vaso con arroz. Ya no queda pollo ni maíz. Come rápido con la mano y no para de hablar. “Necesitamos ahora que nos den los cuerpos de los que murieron para que nos los entierren lejos de su tierra. Que no nos los maten de nuevo”. Sigue comiendo y muestra un corte profundo sin cicatrizar que tiene en el antebrazo. Lo muestra con orgullo, lo mira un par de veces. Quizás a esta altura es lo único que tiene.

 

Cortesía: El Clarín de Argentina