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LA ISLA DE LAS ROSAS

Gonzalo Moya Cuadra

“Tengo un sueño, un sueño de castillos, de música, de un mundo ideal” (Luis II, rey de Baviera)

Soñar es vivir entre la sombra y la luz, es vivir una muerte presentida, es ver la luz aparecer en horarios breves, en momentos de tedio o en instantes pensativos o en minutos donde el tiempo sólo es un soplido muerto de la relatividad, donde el sueño sobre cualquier personaje es fantasía, sueño prodigioso junto a Isabel de Baviera, emperatriz de Austria y reina de Hungría, la infinita Sissi, la fantasma providencial que encierra mi huérfano sentir, mi estro alucinante, mi incansable creatividad. Escuché su voz lejana, inconfundible, como un trueno onírico en un océano invisible, la voz dormida de la bellísima Romy Schneider, hermosa criatura femenina, palabra romántica transformada en belleza, Romy, el único amor de Alain Delon, voz inequívoca de «Sissi emperatriz» (1956), película austríaca claramente insípida, estúpidamente cursi, presuntuosamente amorosa, sin duda alejada de la realidad histórica donde sucedieron los acontecimientos. Ella, lsabel, Sissi, la prima especial del rey Luis II de Baviera, quien sufría una enfermedad mental, creo mal diagnosticada, acaso una demencia incipiente, acaso una lucidez extraordinaria, tuvo una conducta demasiado extraña, aunque no tan extraña, para un tiempo altivo, perfumado, mediados del siglo XIX, época romántica, comportamiento que le llevó a ser considerado orate, viviente de una realidad ajena a su entorno oficial, cortesano, tiempo semejante al de hoy en día donde los amantes de la literatura o de la poesía o del teatro o de cualquiera actividad artística o de quienes llevan una vida alejada de todo boato social o de quienes practican la sencillez literaria como elemento especial de inteligencia superior o la soledad como recurrencia a inspiraciones sin explicaciones, soledad invisible, sin horizonte, cercana a la muerte, plácida, decidida, son considerados seres raros, misantrópicos, hasta malditos, ella, Isabel de Baviera, Sissi, fue la única persona de su marco familiar quien comprendió su finura prohibida, su condición de artista, la única quien entendió su homoerotismo, quizás amó su carácter especial, quizás se maravillaba con ese rey constructor de castillos, el más famoso Neuschwanstein, a ese admirador incondicional de Richard Wagner, a ese «rey loco», a ese rey de leyendas, «el último rey verdadero del siglo» (Paul Verlaine), a ese rey quien vivía en un mundo especial, casi fantástico, definitivamente mágico, casi cercano a la altura mayestática que inspira la belleza filosófica de su naturaleza humana, a ese rey quien caía hechizado bajo el influjo de «Lohengrin», a ese rey admirador de los cisnes frágiles, suaves, misteriosos, a ese rey amante de la palabra, su discurso de entronización fue como una oración azulada, a ese primo incomprendido a quien quiso entrañablemente, a ese primo amigo, bisexual como ella, a ese compañero de vacaciones sin olvido en la Isla de las Rosas, allá por el lago Starnberg, tierra húmida, uliginosa, a ese primo quien también fuera asesinado por la política malsana, terrenal, a ese primo melancólico, hechizado por los fantasmas alucinantes de su mente torrentosa, a ese primo de personalidad compleja, espejo de su imagen onírica, a ese primo quien jamás aceptó las convenciones que le imponía la monarquía, a ese primo siempre estudiante de la mitología germánica, ella, Isabel, bella Sissi, la única quien junto a Wagner comprendía su atormentada personalidad, a ese primo quien intentaba recomponer la incongruente existencia humana, transformar lo humano en arte, a ese primo príncipe de leyendas pensativas, a ese primo, rey bávaro, alejado de los avatares políticos que le imponía una corte alejada de su idealismo suicida, a ese rey cercano a lo espiritual, a lo taumatúrgico, cercano a la esperanza antigua de su propia luminosidad intelectual. Lentamente el sueño se fue difuminando. Y la figura de Sissi desapareció entre la umbría de una noche cadavérica. Y el fantasma del rey se perdió entre las imágenes confusas, bulliciosas, de mi sueño viajero. No sabía si dormía o era una realidad implacable. Sólo sé que al despertar el dormitorio estaba oscuro, inmóvil, cargado de sombras, de oscuridad. Era la penumbra de mis glaucos ojos, de mis pobres ojos.