Uno a uno, Pinochet estrechaba las manos de los jugadores. La selección chilena había clasificado al mundial. Y el general los agasajaba con una recepción de despedida, antes de que los deportistas enrumbaran a la cita de Alemania 74. Los jugadores, muy reverentes, recibían el saludo del militar; menos uno, el futbolista de mayor jerarquía de Chile. ¿Por qué?
Antes, el 11 de setiembre de 1973, el ejército había derrocado al presidente Salvador Allende. Con Pinochet al mando y bajo los auspicios de la CIA, la Casa de la Moneda fue bombardeada. El depuesto Salvador Allende falleció atrincherado, con un casco de guerra sobre la cabeza y una metralleta en las manos. Estos hechos remecieron el escenario mundial. Los bloques geopolíticos, liderados por EEUU y la URSS, una vez más tensaron las cuerdas. A los soviéticos les indignó que Allende, representante del socialismo chileno, haya sido derrocado por la fuerza de la pólvora. En este contexto, los seleccionados de fútbol de Chile y la URSS se aprestaban a disputar el último cupo para el mundial de Alemania, encuentros que serían de ida y vuelta.
Así, el 21 de setiembre de 1973 se inició el repechaje. En Moscú, el equipo de la estrella solitaria, de visita, empató (0-0) con el seleccionado soviético. Este resultado era esperanzador para Chile. Les colocaba en posición de ventaja para clasificar al mundial, toda vez que el partido de vuelta habría de jugarse de local, en Santiago.
Pinochet, emocionado, juzgaba que este triunfo iba más allá de los estadios. Quizá se le ocurría que la victoria (¡nada menos que ante la URSS!) era más ideológica que deportiva, pero que era necesario ratificarla de locales. Empero, el encuentro de retorno, en Santiago, jamás se realizó: los rusos se negaron a arribar a Chile. Los voceros de la URSS informaron que, en señal de protesta y por razones de seguridad, sus jugadores no pisarían el estadio Nacional, pues desde los primeros días del golpe militar, ese lugar se había convertido en un campo de concentración. Ciertamente, tiempo después la Cruz Roja informaría que, a diario, unos siete mil ciudadanos eran internados en ese recinto extrajudicialmente, para luego torturarlos a sangre viva y, en muchos casos, matarlos.
Sin embargo, la ausencia de los rusos no impediría que el seleccionado chileno ingrese al estadio Nacional. La FIFA decretó que, si el equipo de la URSS no se presentaba al césped, perdería por walkover. Y, por lo tanto, el cupo de pase al mundial de Alemania 74. Eso sí, la representación local tenía que presentarse en el gramado y anotar.
Así aconteció. El 21 de noviembre de 1973, los chilenos saltaron a la cancha. El árbitro dio el pitazo inicial. La delantera avanzó hacia el arco contrario, toqueteando el balón entre ellos. Finalmente, el capitán “Chamaco” Valdez, en posesión de la pelota, anotó el «gol del triunfo» en la portería sin arquero: Chile iba al mundial.
Años después, un envejecido Carlos Caszely recordaría ese instante con una carga de ironía:
—Para mí fue el partido más ridículo que me tocó jugar en mi vida. No nos imaginamos nunca que teníamos que entrar a la cancha. Y el Chamaco hiciera ese gol, en ese partido tan ridículo. Y después vino el Santos, ese equipo de Brasil, y nos hiciera cinco…
Efectivamente, la hinchada, que había pagado su entrada y estaba en las tribunas, de todas maneras, quería ver jugar a su seleccionado. Para la ocasión, se invitó al Santos del Brasil, equipo que arribó sin Pelé y sin los principales titulares del plantel. Y ocurrió lo impensable: Chile, el flamante clasificado al mundial de Alemania 74, en la misma jornada recibió cinco oprobiosos goles…
Desde los primeros días del golpe, Carlos Caszely, líder y estrella sin sombra de la selección chilena, había revelado su aversión hacia el régimen de Pinochet. Por otro lado, de manera concordante, era conocida su simpatía por Salvador Allende y la Unidad Popular. Las más de las veces, sus palabras críticas se extendían más allá de los arcos, hecho que no le hacía ninguna gracia a Pinochet.
En la recepción de despedida al mundial ofrecida al equipo en pleno, a nombre de la recién estrenada Junta Militar de Gobierno, Pinochet estrechaba amigablemente las manos de cada uno de los jugadores. Cuando llegó frente a Caszely, éste le negó el saludo, desviando la mirada y cruzando las manos atrás de la cintura, como en posición de descanso. Quizá para asegurarlas, que no se le escapen para corresponder el saludo. El dictador se hizo el desentendido. Pasó de largo. Años más tarde, Caszely recordaría aquel instante, diciendo que lo hizo sin pensar, que no estaba premeditado, que fue «como cuando te sale una jugada».
La actitud de Caszely tal vez se explicaría por su simple aversión al tirano, quien a ese momento ya había revelado la magnitud de lo que era capaz: torturar, matar o desaparecer a los opositores reales o supuestos, en nombre de la «democracia» y persecución al «comunismo», que para él representaba el caído presidente Allende.
Sin embargo, la causa que movió al talentoso futbolista fue algo más íntimo y, al mismo tiempo, siniestro contra él. Su madre, Olga, había sido detenida y torturada por los secuaces de Pinochet, lo que constituía un ajuste de cuentas contra el crítico Caszely, además de una amenaza latente. Por esta razón, Caszely, consecuente y digno como nadie, había rechazado ese saludo hipócrita y cruel.