"Me voy a comportar como un buen ex presidente. Voy a viajar por todo el país y si veo que algo está mal, lo diré". A poco menos de un mes de las elecciones presidenciales (3 de octubre), muy pocos se preguntan en Brasil quién va a ganar: Dilma Rousseff, de 62 años, la candidata de Lula y del Partido del Trabajo, lleva, según todos los sondeos, una amplia ventaja, hasta el extremo de que podría ganar en la primera vuelta al socialdemócrata José Serra, con algo más del 50% de los votos. Las preguntas y las dudas se plantean mucho más en torno al papel que tendrá en el futuro el propio Luiz Inácio Lula da Silva, (de 65 años), que abandona el cargo siendo el presidente más popular de la historia de Brasil, y al reparto del poder en el primer Gobierno de Rousseff.
"Se confunden si creen que Dilma hubiera aceptado ser la vaca en Belén" (una figura decorativa), insiste Lula. Su sucesora, ex ministra de Energía y ex jefa de la Casa Civil (cargo parecido a un primer ministro) será la primera mujer que llegue a la presidencia del gigantesco Brasil (192 millones de habitantes), pero también la segunda persona que combatió en una guerrilla armada en los años setenta, que padeció cárcel y tortura, y que ahora accede a la primera magistratura de su país. Antes que ella lo logró el ex tupamaro José Mujica, en el pequeño Uruguay.
Rousseff, hija de un inmigrante búlgaro, se ha distinguido siempre por su fuerte carácter (acaba de superar un cáncer) y por una enorme capacidad de gestión, pero si ha conseguido aumentar vertiginosamente su escasa popularidad inicial (hace menos de un año estaba 20 puntos por debajo de Serra) ha sido gracias al apoyo del presidente Lula, que la eligió como heredera, y que se ha empleado a fondo en la tarea de garantizarle aliados y de acompañarla por todo el país: no pasan tres días sin que aparezcan juntos en algún acto público. Evidentemente, su espectacular avance electoral no se debe solo a este imprescindible apoyo, sino también a su buena actuación en los debates televisados (cinco) y a los errores cometidos por Serra, de 68 años, gobernador de São Paulo, el Estado más rico del país, que ha demostrado una inesperada dificultad para conectar con la mayoría de los brasileños.
Las elecciones se van a desarrollar en un clima agitado, pero sin que ninguno de los candidatos más importantes suponga un riesgo para la estabilidad de un proceso político que se inició en Brasil, al fin de la dictadura militar, primero con la presidencia de Fernando Henrique Cardoso, del Partido Socialdemócrata de Brasil (PSDB), al que pertenece Serra, y después con los dos mandatos del presidente Lula, del Partido del Trabajo, que se cierran con un extraordinario balance económico y social. Ninguno de los tres candidatos (Rousseff, Serra y Marina Silva, del Partido Verde, a la que los sondeos atribuyen entre un 8% y un 10% de votos) pone en duda la figura de Lula, los avances logrados o los exitosos planes de inserción social (como la Bolsa de Familia) que ha sacado a casi 30 millones de personas de la pobreza y han ayudado a que la llamada "clase c" (pequeña clase media) suponga ya el 51% de la población, en un país corroído históricamente por una cruel desigualdad.
Tampoco existen enormes diferencias en las propuestas de política económica (que van del centro-derecha al centro-izquierda) y que tendrán que gestionar una buena herencia: Brasil sigue creciendo a tasas muy importantes (este año se anuncia un récord del 7,3%, superado ya el parón que provocó en 2009 la crisis mundial), con una inflación que ronda el 4% o 5%. Los lemas de las campañas de Rousseff ("Para que Brasil siga cambiando") y de Serra ("Brasil puede hacer más") resumen bien este análisis, compartido por la mayoría de los expertos.
La composición del futuro Gobierno de Rousseff está dando ya origen a todo tipo de especulaciones. El sistema político brasileño, extraordinariamente fragmentado, hace que sea casi imposible que un partido consiga mayoría parlamentaria en ninguna de las dos Cámaras. Lula buscó con ahínco el apoyo, no solo de pequeños partidos de izquierda, sino del importante Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que simboliza José Sarney, y que hoy día dirige Michel Temer. Ahora, ha conseguido traspasar esa alianza a Rousseff, que podrá contar con sus votos, pero que tendrá también que pagar el precio adecuado.
No será fácil imponerle nombres a la Dama de Hierro (como conocen a la futura presidenta), pero está claro que ella misma tendrá que encontrar los equilibrios necesarios, como hizo Lula durante sus mandatos. Rousseff tendrá también que hacer frente a un problema propio: el Partido del Trabajo (a donde ella llegó hace apenas 10 años) ya ha avisado de que no piensa cederle el mismo margen de libertad con que contó Lula. Dentro del PT existen movimientos para reclamar el control de los ministerios más importantes del área económica. Muchos creen que Lula participa también en la pugna apoyando a su ex ministro Antonio Palocci, un moderado que el actual presidente "empotró" en la campaña de Dilma y al que quizás le gustaría ver como jefe de la Casa Civil de la nueva presidenta. En cualquier caso, Rousseff tendrá que tener en cuenta los intereses del presidente de su partido, José Eduardo Dutra, y del siempre activo José Dirceu, que cayó por un escándalo de corrupción en la época de Lula, y que aspira a recuperar influencia.
Cortesía: El País