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L E E R … E S C R I B I R: S O B R E V I V I R

Tanto la lectura como la escritura son oficios numinosos que encauzan al ser humano, pasajero de la vida, a cimentar una aceptable base cultural tan necesaria en este tiempo violento, feral, tiempo herido por la materialidad, tiempo abandonado por la desidia del mercantilismo, oficios siempre absoluta y necesariamente solitarios como las labores cartujas, oficios constructores de mundos inesperados o dilucidadores para tantas almas derrotadas, confundidas. ¿Puede un buen lector o escritor ser el mismo después de haber padecido apremios lacinantes, inaceptables e injustos en un tiránico pasado? No hay vida ni tiempo para olvidar aquella tragedia. Simplemente, no puede. Sólo es un sobreviviente, un espectador de sollozos silenciosos, esperanzado en un mundo hialino, quizás remoto, acaso relumbrante. Tantos que no soportaron la sobrevivencia, tantos murieron días después calcinados por la ignívoma dictadura, también por la tristeza. Hoy, siempre, la lectura y la escritura serán actividades artísticas, psicagogas, que desempeñan apasionada y racionalmente aquellos seres dotados de una increíble necesidad vocacional para entregar, algunos con talento, otros con trabajo literario, la luminosidad del lenguaje exornado, parte esencial de la sensibilidad humana, casi extinta, falleciente.

Aquellos extraños poseedores de una biblioteca aceptablemente culta viven en una atemporalidad que sobrepasa todos los límites de la imaginación. Son los coleccionistas de libros, recolectores de manuscritos, amantes del saber, constructores de sabiduría que buscan una verdad, absolutamente inencontrable, hacedores quiméricos del lenguaje, son esos seres presentidos por la muerte, rechazados por la vida. ( ¡Cuántas bibliotecas fueron destruidas en tiempos bárbaros! ¡Cuánto saber desperdiciado por la ignavia humana! ).

La lectura es un hábito de responsabilidad vital, más aún cuando el imperio de la tecnología está devastando el verdadero sentido de las humanidades, o sea, es una práctica que al final de la vida debería llevar al lector consciente a emocionarse por algún libro, siempre inerte, empero acariciante del espíritu y la razón. Volúmenes y volúmenes de libros yacen majestuosos en alguna biblioteca, florecidos de tintes creativos, lugares relumbrantes de abecedarios incansables. “Las confesiones” de San Agustín”, “Ejercicios espirituales” de San Ignacio de Loyola, “Imitación de Cristo” de Thomas de Kempis, libros imprescindibles en una estantería culta, sobre todo para quienes profesan la fe católica, también para los no creyentes como parte de su patrimonio cultural, asimismo, el “Ulyses” de James Joyce, libro extraordinario de la genialidad humana, libros de Neruda, Aleixandre, Borges, Whitman, Vallejo, necesarios para quienes aman la poesía prodigiosa o la estudian como un creativo ejercicio de sobrevivencia, Anaïs Nin y su “Delta de Venus”, plasmado de eroticidad, “Fausto” de Goethe, “La montaña mágica” de Thomas Mann, más libros de Sartre, Saramago, Shakespeare, Cervantes y Saavedra, Voltaire, Proust, Baudelaire, “Les fleurs du mal”, Rimbaud, poète maudit, Éluard, tantos más, tantos miles, millones de libros, esenciales

en la contradictoria historia humana. El Hombre necesita leer y escribir para discernir su efímera vida y resolver el problema filosófico de su muerte, es decir, su liberación total.