“Todos somos iguales ante el deber moral” (Kant)
El valor moral no se puede transar por nada, ni por nadie. Hay sólidos antecedentes que están demostrando que la corrupción está horadando el camino moral, enterrando el sentido correcto del deber moral, debilitando la estructura moral de la institucionalidad, socavando incluso el valor moral de la ciencia política. Hoy por hoy, América Latina, nuestro pobre continente subdesarrollado, humillado, casi desesperanzado, “el opresor no sería tan fuerte, sino tuviese cómplices entre los propios oprimidos” (Simone de Beauvoir), está plagado de elementos contradictorios en lo político. Observamos con natural pavor el imperio del terrorismo económico o mediático, tan desestabilizador, tan desnaturalizador, imán de antivalores negativos, envidia, hipocresía, maldad, estulticia, intolerancia, analfabetismo cultural, carencia moral. ¿Qué significa que un país camine bajo las sombras abismales, ferales, de la corrupción? ¿Cuál es la consecuencia inmediata de un poder corrupto? A riesgo de parecer taxativo, significaría una sociedad simplemente corrupta, un conjunto social cómplice que jamás alcanzará siquiera a conocer el valor de la esperanza o el valor de lo espiritual o el valor de lo cultural. No es posible aceptar que hasta la naturaleza está siendo depredada, tala indiscriminada del bosque nativo, está siendo arrasada por oscuros intereses “empresariales”, en desmedro de los pueblos originarios, “una sociedad que decide organizarse sin una ética mínima, altruista y respetuosa de la naturaleza, está trazando el camino de su propia autodestrucción” (Leonardo Boff), está siendo destruida por la ignorancia y la indiferencia de quienes no tienen el menor sentido de solidaridad, ni siquiera una elemental vergüenza. No se puede seguir aceptando esta desfachatada situación, causada por el capitalismo denigrante, ya impracticable, donde lo único que se acepta es el lucro, donde lo único que importa es la competitividad económico-social, donde la tolerancia hacia los “errores” es una práctica arraigada, casi generalizada, en la actual sociedad moderna, tan consumista, tan estúpidamente consumista (claro que hay que ser tolerante, pero en el buen sentido de la palabra, pero no podemos aceptar de ninguna manera en el tolerantismo). La humanidad quiere cambios, cada humano necesita inteligencia moral, la sociedad requiere urgentes reformas políticas, sociales, ecológicas, culturales, educacionales, necesarias para organizar políticas públicas y nuevos liderazgos, “malditos aquellos que con sus palabras defienden al pueblo y con sus hechos lo traicionan” (Benito Juárez). Pensar lo contrario sería continuar en el campo de la irreflexión, de la fragmentación partidista o de la polarización ideológica, lo que se traduciría en una ingobernabilidad irreversible o en una polémica interminable, o sea, significaría zozobrar en los recovecos maniatados del delito moral. Es decir, ¿tiene sentido que el homo demens actual siga su camino inconducente si es que no ha entendido siquiera la teoría hermenéutica de lo moral, lo político, lo filosófico, lo antropológico, incluso, lo teológico, de la vida? ¿O acaso no se da cuenta que como seres biológicos somos limitados, anodinos, insignificantes? Mágicamente, si tuviéramos la capacidad natural de conocer realmente la mente de un ser humano, tampoco la entenderíamos, por ende, continuaríamos sumergidos en la atonía de las incertezas y contradicciones, justo en medio de la mediocridad existencial, no hay nada peor que la mediocridad contemporánea, de la insuficiencia intelectual o en el relajo moral de un tiempo político prácticamente perdido. ¿Hay solución? Hay solución. ¿Cuál es la respuesta? La educación moral, válidamente esa educación comprometida, activa, participativa que libere al ser humano de lo incorrecto, esa educación que enseñe a reflexionar, a discernir, a actuar con honestidad, a existir.