Por: Juan Miranda Sánchez
Adjetivar a una persona o colectivo como “terrorista” es altamente violento. No solo la estigmatiza, la señala, la condena, la sanciona, la elimina, y en la situación de profunda división como en el Perú, invoca la muerte. Lo increíble en nuestro caso es que el peruanismo “terruco” no solo se ha normalizado en la sociedad; sino que se ha institucionalizado desde el propio Estado.
Que una persona, como sujeto individual, utilice el término “terruco” es temerario y debería ser sancionado ya mismo. Que se utilice desde el Estado, es altamente peligroso.
No se trata solo de su connotación, sino de su capacidad de eliminar al otro. No se trata de que es desagradable que a alguien le digan “terruco”. El mayor problema con eso es que le quita su condición de individuo, su condición de persona.
El término “terruco” tiene que ver con nuestra historia reciente. El terrorista -“terruco”- es un asesino, es prácticamente un monstruo. Es el que se puso fuera de la ley, tenía como objetivo dinamitar el sistema democrático peruano y es el responsable de más del 50% de las casi 70 mil víctimas en el Perú entre los años 80 y 2000. Algo que no se dice con la misma contundencia es que el resto de víctimas, en porcentaje menor, lo produjo también el terrorismo; pero fue el terrorismo del propio Estado. El Estado, en aquellos años, también se puso fuera de la ley y ejecutó extrajudicialmente, en algunos casos a militantes de sendero luminoso, que hizo uso del terrorismo como estrategia; pero también a gran número de víctimas inocentes. Y como no debemos cansarnos de repetirlo, más del 75% de las víctimas comparten las mismas características: son pobres, no tienen el español como lengua materna, son indígenas, y en su mayoría su origen de procedencia es rural. Hay un fuerte componente étnico; la gran mayoría de las víctimas de los métodos terroristas durante el periodo de violencia no son personas blancas, no lo son.
Las víctimas de las acciones terroristas, en el periodo de la violencia; por parte de sendero luminoso y del Estado peruano, son en su gran mayoría (3 de cada 4) ciudadanos pobres, indígenas y del campo.
El terrorista es un asesino, y como tal no tiene alma; esta es la fórmula para llegar a ese resultado: en el Perú, un país con una población profundamente conservadora para la cual la diferencia entre justicia y venganza no es nada clara; el asesino, y sobre todo el asesino responsable de muertes masivas; pierde su condición de persona. No puede considerarse una persona con derechos. Pierde automáticamente el derecho a la vida. El terrorista es un individuo sin alma, y un individuo sin alma no es persona, por lo tanto no tiene derechos. Nadie va a reconocer este mecanismo de pensamiento, no lo reconoce, pero lo ejerce.
Este es el mismo mecanismo de pensamiento racista; la justificación de que el otro diferente no es persona. Es por esa razón por lo cual siempre al otro diferente se le animaliza; o es un salvaje o es un mono o es una llama, es sucio o no habla “el idioma”. Cuando se justificó la esclavitud a partir del racismo fue porque, para el racista; esos individuos de otro color, esos seres no blancos; no tenían alma.
Es en esa capacidad de eliminar al otro donde se encuentran una serie de términos que en el Perú tienen tanta efectividad: indio, serrano, acomplejado, resentido, antiminero, terrorista. Y si se quiere utilizar el eufemismo planetario para quien piense diferente y a quien se quiera eliminar sin trámite intermedio, se le llamara “comunista”.
Y es esa poderosa capacidad para eliminar al otro lo que hace tan eficaz y común el uso irresponsable de esos términos. Y en el caso específico del “terruqueo” el contexto de la historia peruana le da una carga muchísimo más peligrosa: esa capacidad de eliminar al otro puede ser literal. Dependiendo del ámbito donde se da esa eliminación, la magnitud de las consecuencias es diferente. No es lo mismo el “terruqueo” en las redes que cierra la posibilidad de dialogo en un intercambio simultaneo y virtual; que en el medio de un escenario público, donde la estigmatización es mucho más fuerte. Y es mucho mayor la carga de responsabilidad cuando el “terruqueo” viene desde los medios masivos de comunicación. De igual manera es mayor la capacidad de eliminación si el “terruqueo” viene de un personaje público, y mucho más grave si es desde una representación de la función pública, autoridades congresistas, representantes oficiales, ministros, etc.
Es demasiado grave si esta actitud viene desde el Estado y es exactamente eso lo que estamos viviendo en estos días en Perú. El “terruqueo” parece hoy una política de Estado y es evidente, de manera institucional, en lo que se ha convertido la Policía Nacional del Perú como brazo represor del actual gobierno. Desde oficiales hasta los efectivos que ejercen la represión en las calles del Perú han interiorizado el principio de que están combatiendo al terrorismo. Que las personas que tienen al frente en las movilizaciones son “terrucos”. Cuando un oficial superior de la Policía Nacional del Perú salió, a nivel nacional, e institucionalmente a dar detalles sobre pertrechos capturados a manifestantes, intentó una interpretación para demostrar mensajes subversivos propios de los “terroristas”. Semanas antes un efectivo de inferior grado, en la ilegal intervención violenta contra la Universidad Nacional de San Marcos y ante ciudadanos y ciudadanas llegados del interior del país, sometidos y tirados en el piso; se gravaba en video efusivo indicando que los policías habían dado un duro golpe al terrorismo. Hasta el día de hoy la institución, PNP, no se ha desmarcado de esas claras manifestaciones de Policías en uniforme. El “terruqueo” es hoy una política de Estado y los efectivos policiales que reprimen en las calles del Perú están convencidos que están enfrentando a “terrucos”. Policías que han demostrado que no existe una estrategia de manejo de manifestaciones de protesta, que llevan semanas de inmovilización en sus cuarteles, algunos lejos de sus hogares, sometidos a un constante estrés, que tienen interiorizado que los civiles que protestan son sus enemigos, y tienen la certeza que entre ellos la mayoría son “terrucos”, los policias tienen a ellos al frente y entre las manos un arma. El “terruco” no tiene alma.
Lo que gatilla con más seguridad esta política de Estado es que tras más de 40 asesinatos de civiles por parte de la Policía; hay un aplastante manto de impunidad. Nadie ha sido sancionado. Para esta política de Estado del “terruqueo”, los “terrucos” asesinados no cuentan como víctimas. Casi en el mismo tenor de lo que asegura un “empresario” y representante de los poderes económicos peruanos en las movilizaciones: “hay muertos que están bien muertos”. El antecedente más representativo de esta impunidad en la memoria de los peruanos es la matanza de los penales. En 1986 durante el gobierno aprista de Alan García, tras el amotinamiento de presos acusados de terrorismo –algunos cuya filiación no fue comprobada y se consideraban inocentes- fueron ejecutados extrajudicialmente 254 prisioneros rendidos ante las autoridades militares peruanas. Desde entonces hay un manto de impunidad en el tema, impunidad que la sociedad ha tolerado porque se trataba de “terrucos”, asesinos que por esa condición pierden su calidad de sujeto con derechos, son personas “sin alma” cuya muerte está justificada. De allí vienen los “muertos que están bien muertos”.
Casi 40 años después esa capacidad de eliminar al otro con la más absoluta impunidad continua intacta.
Estamos llegando demasiado lejos con la profunda división entre peruanos, de la cual la crisis política que inicio el 2016 (y que se refleja en la cifra record de 6 presidentes en el lapso de 7 años) es solo una de sus manifestaciones, la más visible. Restaurar esas brechas va a tomar algunas generaciones, justamente por ello debemos adoptar medidas en el más corto plazo, desde la sociedad civil y el Estado; así como se persigue y condena la “apología al terrorismo” debe perseguirse y condenarse toda manifestación de odio y de eliminación de “el otro”, específicamente el racismo y el calificar como “terrorista” a colectivos o individuos sin la consignación de prueba alguna.
El “terruqueo” mata y su uso desde el Estado acelera mucho más la caída hacia un vacío del cual, cuando cobremos conciencia, nos será imposible de regresar como país.