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T o d o s l o s m u e r t o s e s t á n m u e r t o s

Por: Gonzalo Moya Cuadra

“Si yo fuera eterno, no tendría la libertad de elegir entre la vida y la muerte”

Armando Rubio

 

La visita a un cementerio es una de las experiencias psicológicas, misteriosas, culturales y más extraordinarias por las que puede atravesar el ser humano. Sucede que hace un par de semanas tuve la oportunidad o la suerte de visitar la zona del Callao, puerto de mesalinas, dulces y pervertidas, habitado por seres asombrosos donde la invisibilidad bizarra de la delincuencia es parte vital de un mundo mágico y el aleteo de las aves marinas revelan los enigmas del aire terrestre, donde está ubicado el Cementerio Británico, sitio de horas silenciosas en el cual no existen palabras que puedan comprenderse, ni siluetas que puedan encontrarse. Uno de los cementerios más bellos que he visitado en la vida, un osario de sobrecogedor ambiente contemplativo y donde realmente (seguro que sí) todos los muertos o lo que quede de ellos están “descansando” hasta el final del tiempo terráqueo (pensar lo contrario es pura palabrería vana inventada por las religiones) porque todos los muertos están muertos y jamás despertarán ni en éste ni en otro mundo. Ergo, a los vivos se les debe verdad, a los muertos nada más que respeto y recuerdo.

El Cementerio Británico (también columbario) llama a recorrer sus limpísimas calles (no callejuelas prostituidas como los Barracones), adornadas de florecillas salvajes, convivientes de la muerte, algunas en estado pútrido, otras moribundas tratando de sobrevivir sólo por el milagro de la camanchaca chalaca, tal como los mínimos suspiros del desierto florido.

En un instante robado al tiempo, diviso o creo percibir, no tan lejos o quizás lejos, no lo sé realmente, la presencia de tres muertos, sé que están muertos por sus rostros mortecinos, enjutos, inconcretos, (en realidad el tiempo impreciso, indeterminado, es lo único que nos separa de la muerte), extraña visión fantasmagórica, los cuales aparecieron, tal cual una fantástica alucinación, mostrándome con gentil parsimonia, tal expertos guías de turismo, tres increíbles y simbólicas lápidas de tres hijos de una viuda, coincidentemente, quienes algún día tuvieron vida y ahora sólo son definitivamente muertos pobres, pobres muertos, fallecidos por enfermedades olvidadas (hoy renacidas por la tierra contaminada), lápidas

desatendidas, carcomidas, fabricadas con mármol italiano, a lo mejor toscano, diseñadas con simbólicos ornamentos geométricos cuyos nombres, ya olvidados, ni siquiera perviven en el recuerdo de cadenas fraternales. De repente, tal cual, como si fuera un hecho absolutamente natural, no sobrenatural, no un juego misterioso e imaginario de la mente, los tres muertos (impecablemente vestidos de negro) desaparecieron, tal como aparecieron, como sigilosos fantasmas y se perdieron en la nada misma, como si nada. Probablemente vi la muerte o acaso la cercanía de la muerte oculta detrás de tres rostros que representan nuestra propia identidad o quizás sean nuestros propios fantasmas que juegan en nuestra mente fascinada, extasiada, que nos invitan a vivir sin temores, ni dolores.