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Intolerancia (I parte)

¡Huir del abominable dogma de la intolerancia! Esa fue la ley que el filósofo Voltaire mandó a grabar en los corazones y cerebros de todos los hombres de buena voluntad. ¿Cuál es el deseo más grande del intolerante? “Instaurar la dictadura del pensamiento único”.

El enfurecido intolerante tiene pereza intelectual y se inclina por no examinar rigurosamente los motivos y razones del prójimo y prefiere dar sentencias apresuradas, menospreciando primero, para luego dar paso a la burla insultante, a la ironía malintencionada; y al intenso deseo de imponer un gran silencio a todo aquel que se atreva a cuestionar el discurso dominante. ¡Su espíritu totalitario es evidente!

Prefiere establecer “el reinado del silencio” antes que escuchar la crítica de las reflexiones ajenas, porque no las soporta. No comprende, como expone el joven académico español, Carlos Blanco, en su libro Más allá de la cultura y de la religión, que “la coexistencia de ideas diversas enriquece la vida social y coadyuva al ensanchamiento de las mentes”.

El intolerante -ese complejo animal de la especie humana especializado en lanzar finísimos dardos cargados de ponzoña- desea ardientemente convertirse en Medusa para así petrificar por medio de la mirada a todo aquel que se oponga a sus posturas ideológicas.

 

Lic. Alejandro Martorell